Una página de la Política de Aristóteles
Hace veintitrés siglos señaló Aristóteles los medios de que se valen los tiranos para conservar su fuerza y su poder: rebajar a los que tienen alguna superioridad; vigilar a los ciudadanos a fin de saber lo que hace y dice cada uno; tener espías y mandar escuchas a las reuniones, “porque se habla con menos libertad cuando se teme ser oído por gente sospechosa”; procurar “que los ciudadanos se calumnien mutuamente, que los amigos se enfaden entre sí, que el pueblo se irrite contra los magnates y que los ricos no puedan entenderse y estén desavenidos”. Señalaba luego que “los demagogos son bajos aduladores del pueblo” y que “gusta la tiranía de la lisonja. Por eso quiere a los malos puesto que quiere la adulación, vicio a que nunca se rebajan los hombres buenos y dignos”. “El hombre de corazón ama, pero no adula –agregaba-. Entra asimismo en el carácter del tirano el complacerse poco en el trato de los hombres que aman la libertad, pues la quiere para él solo; no estima a los austeros, porque de ellos no espera adulaciones. El que muestra sentimientos de dignidad y libertad le quita al tirano su superioridad y su poder, y el tirano lo aborrece como a un rival que él despoja de todo su prestigio… Esas maniobras y muchas otras del mismo género mantienen la tiranía; no falta en ellas ningún grado de perversidad”. (1)
Desde que Aristóteles escribió tales palabras, muchas cosas han variado en el mundo, pero no la esencia de la tiranía. Han cambiado, empero, los medios de que se vale su perversidad, porque debe actuar sobre millones, y no ya sobre miles de seres; también, porque debe obrar sobre una opinión pública más o menos adiestrada por la democracia, y, en fin, porque el progreso ha creado medios extraordinarios de llegar a todos los sectores y zonas, no solo de un país, sino del mundo entero.
Hace veintitrés siglos señaló Aristóteles los medios de que se valen los tiranos para conservar su fuerza y su poder: rebajar a los que tienen alguna superioridad; vigilar a los ciudadanos a fin de saber lo que hace y dice cada uno; tener espías y mandar escuchas a las reuniones, “porque se habla con menos libertad cuando se teme ser oído por gente sospechosa”; procurar “que los ciudadanos se calumnien mutuamente, que los amigos se enfaden entre sí, que el pueblo se irrite contra los magnates y que los ricos no puedan entenderse y estén desavenidos”. Señalaba luego que “los demagogos son bajos aduladores del pueblo” y que “gusta la tiranía de la lisonja. Por eso quiere a los malos puesto que quiere la adulación, vicio a que nunca se rebajan los hombres buenos y dignos”. “El hombre de corazón ama, pero no adula –agregaba-. Entra asimismo en el carácter del tirano el complacerse poco en el trato de los hombres que aman la libertad, pues la quiere para él solo; no estima a los austeros, porque de ellos no espera adulaciones. El que muestra sentimientos de dignidad y libertad le quita al tirano su superioridad y su poder, y el tirano lo aborrece como a un rival que él despoja de todo su prestigio… Esas maniobras y muchas otras del mismo género mantienen la tiranía; no falta en ellas ningún grado de perversidad”. (1)
Desde que Aristóteles escribió tales palabras, muchas cosas han variado en el mundo, pero no la esencia de la tiranía. Han cambiado, empero, los medios de que se vale su perversidad, porque debe actuar sobre millones, y no ya sobre miles de seres; también, porque debe obrar sobre una opinión pública más o menos adiestrada por la democracia, y, en fin, porque el progreso ha creado medios extraordinarios de llegar a todos los sectores y zonas, no solo de un país, sino del mundo entero.
NOTAS:
(1) Aristóteles: Política, libro VIII, capítulo IX.
(1) Aristóteles: Política, libro VIII, capítulo IX.
No hay comentarios:
Publicar un comentario