Cómo se desarrolló
El éxito atrae al éxito, sobre todo cuando quien lo busca carece de escrúpulos. En 1946 el gobierno de Corrientes había sido ganado por la Unión Democrática. De inmediato se interino esa provincia y el Senado rechazó a quienes debieron representarla en su seno. Era una advertencia. En adelante no se admitiría que el partido oficialista fuera derrotado. Desde entonces triunfó no sólo en Corrientes sino en todas partes.
Con tal seguridad y con la presunción de que por mucho tiempo no habría posibilidad de cambio, quienes buscaban las ventajas y prebendas del oficialismo se volcarán al partido gobernante. Siempre había sucedido así y no podía esperarse otra cosa.
Pero eso no bastaba, puesto que a pesar de ello los gobiernos solían perder elecciones. Entonces comenzó a practicarse la coacción.
Las primeras víctimas fueron los empleados y funcionarios públicos. El dictador les exigía “la lealtad”, “entendiendo como tal la compenetración con los principios políticos, sociales y económicos inspiradores de la obra que desarrollaba el gobierno. Sin esa compenetración –decía en una de las circulares confidenciales pasadas a sus ministros en octubre de 1948- “el trabajo resulta consciente o inconscientemente, obstaculizador… Nuestro gobierno arranca de una revolución de sentido popular, preconizadora y prácticamente de la implantación de una política social que no puede ser sentida ni siquiera comprendida por una burocracia formada por la oligarquía capitalista y puesta al servicio de sus intereses de clase y no al de la colectividad. Por todo ello, recuerdo a los señores ministros la obligación en que se encuentran de sanear las oficinas a su cargo eliminando de las mismas a los empleados ineptos y a los que voluntaria o involuntariamente realicen una obra contraria a las normas de la revolución.
Para llegar a ese saneamiento y a aquella doble selección, firmaré cuantos decretos de cesantía y de exoneración considere justos y me sean sometidos por los señores ministros” (1).
Cuatro años después en la Tercera Conferencia de Gobernadores, expresó poco más o menos lo mismo. “una de las observaciones más fundamentales que hemos hecho nosotros es que todavía en la administración pública hay muchas personas que están fuera de su orientación diríamos así; ideológica en consecuencia, son saboteadores o inconscientes de la función pública. Esto se da en el orden de los funcionarios como los empleados de la administración pública, ya sea federal o provincial”. Luego de señalar el derecho del gobierno a poner en ejecución sus ideas, agregó que no debía quedar ni un solo empleado que no compartiera “total y absolutamente” su manera de pensar y sentir en lo que se refiere al orden institucional, administrativo y de gobierno dentro de todo el territorio de la República. “En esto hay que extremar: se lo deja o se lo exonera, según corresponda, por la simple causa de ser un hombre que no comparte las ideas del gobierno; eso es suficiente” (2)
Consecuencia de esa directiva fue la afiliación en masa. Los tímidos, los pusilánimes, los necesitados, los tibios, los indiferentes, los miedosos, se apresuraron a inscribirse en el partido. Se sabían observados y temían las delaciones.
En vísperas de la renovación presidencial de 1952, la acción proselitista fue aún más decisiva. Había que adherirse a la reelección del dictador, firmar los pedidos que sobre ella se hacían circular, contribuir a los gastos de la campaña, concurrir a las manifestaciones de público homenaje y a cuanto acto revelara la lealtad incondicional.
El miedo aumentó, y de él se benefició la dictadura y el partido que la sostenía. Cuando cayó en 1955 casi no había empleado o funcionario público que no estuviera afiliado.
La fuerza del “movimiento” era aparentemente incontrolable. En los comicios de abril de 1954, para la elección de vicepresidente y legisladores, obtuvo 4.994.106 votos contra 2.493.422 de la UCR. Era casi el 70% que el dictador había ansiado siempre. Podía confiar en el porvenir.
Un año y medio después lo construido sobre mentira, el miedo y la coacción, se vino abajo.
El éxito atrae al éxito, sobre todo cuando quien lo busca carece de escrúpulos. En 1946 el gobierno de Corrientes había sido ganado por la Unión Democrática. De inmediato se interino esa provincia y el Senado rechazó a quienes debieron representarla en su seno. Era una advertencia. En adelante no se admitiría que el partido oficialista fuera derrotado. Desde entonces triunfó no sólo en Corrientes sino en todas partes.
Con tal seguridad y con la presunción de que por mucho tiempo no habría posibilidad de cambio, quienes buscaban las ventajas y prebendas del oficialismo se volcarán al partido gobernante. Siempre había sucedido así y no podía esperarse otra cosa.
Pero eso no bastaba, puesto que a pesar de ello los gobiernos solían perder elecciones. Entonces comenzó a practicarse la coacción.
Las primeras víctimas fueron los empleados y funcionarios públicos. El dictador les exigía “la lealtad”, “entendiendo como tal la compenetración con los principios políticos, sociales y económicos inspiradores de la obra que desarrollaba el gobierno. Sin esa compenetración –decía en una de las circulares confidenciales pasadas a sus ministros en octubre de 1948- “el trabajo resulta consciente o inconscientemente, obstaculizador… Nuestro gobierno arranca de una revolución de sentido popular, preconizadora y prácticamente de la implantación de una política social que no puede ser sentida ni siquiera comprendida por una burocracia formada por la oligarquía capitalista y puesta al servicio de sus intereses de clase y no al de la colectividad. Por todo ello, recuerdo a los señores ministros la obligación en que se encuentran de sanear las oficinas a su cargo eliminando de las mismas a los empleados ineptos y a los que voluntaria o involuntariamente realicen una obra contraria a las normas de la revolución.
Para llegar a ese saneamiento y a aquella doble selección, firmaré cuantos decretos de cesantía y de exoneración considere justos y me sean sometidos por los señores ministros” (1).
Cuatro años después en la Tercera Conferencia de Gobernadores, expresó poco más o menos lo mismo. “una de las observaciones más fundamentales que hemos hecho nosotros es que todavía en la administración pública hay muchas personas que están fuera de su orientación diríamos así; ideológica en consecuencia, son saboteadores o inconscientes de la función pública. Esto se da en el orden de los funcionarios como los empleados de la administración pública, ya sea federal o provincial”. Luego de señalar el derecho del gobierno a poner en ejecución sus ideas, agregó que no debía quedar ni un solo empleado que no compartiera “total y absolutamente” su manera de pensar y sentir en lo que se refiere al orden institucional, administrativo y de gobierno dentro de todo el territorio de la República. “En esto hay que extremar: se lo deja o se lo exonera, según corresponda, por la simple causa de ser un hombre que no comparte las ideas del gobierno; eso es suficiente” (2)
Consecuencia de esa directiva fue la afiliación en masa. Los tímidos, los pusilánimes, los necesitados, los tibios, los indiferentes, los miedosos, se apresuraron a inscribirse en el partido. Se sabían observados y temían las delaciones.
En vísperas de la renovación presidencial de 1952, la acción proselitista fue aún más decisiva. Había que adherirse a la reelección del dictador, firmar los pedidos que sobre ella se hacían circular, contribuir a los gastos de la campaña, concurrir a las manifestaciones de público homenaje y a cuanto acto revelara la lealtad incondicional.
El miedo aumentó, y de él se benefició la dictadura y el partido que la sostenía. Cuando cayó en 1955 casi no había empleado o funcionario público que no estuviera afiliado.
La fuerza del “movimiento” era aparentemente incontrolable. En los comicios de abril de 1954, para la elección de vicepresidente y legisladores, obtuvo 4.994.106 votos contra 2.493.422 de la UCR. Era casi el 70% que el dictador había ansiado siempre. Podía confiar en el porvenir.
Un año y medio después lo construido sobre mentira, el miedo y la coacción, se vino abajo.
NOTAS:
(1) Circular confidencial Nº 1 del 22 de octubre de 1948, dirigida por el presidente a sus ministros.
(2) Tercera conferencia de Gobernadores, página 177.
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