"Perón es el único soldado que ha quemado su bandera y el único católico que ha quemado sus iglesias".

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viernes, 22 de enero de 2010

La educación y la cultura durate el régimen peronista:

La educación en la libertad

Desde los albores de nuestra nacionalidad ha sido preocupación constante de casi todos los gobiernos de educar al pueblo sin distinción de sectores.
Apenas salidos del régimen español, debieron los hombres del período revolucionario preparar al pueblo para la libertad, la igualdad y la democracia, los tres principios esenciales de la que Esteban Echeverría llamaba “la tradición de Mayo”, es decir, de nuestra emancipación.
No fue fácil esa tarea. Muchos prejuicios, muchos intereses y, sobre todo, el caos institucional nacido precisamente de la general ignorancia, se opusieron a logro de tan alto propósito. El resultado fue la instauración de la dictadura rosista.
Cuando aún se estaba bajo su dominio, los espíritus más lúcidos de nuestro país, expatriados en Uruguay, Chile, Brasil y Bolivia, planteáronse el problema de la educación pública como medio de sacarlo del marasmo en que se hallaba. Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Mitre, Vicente Fidel López, Juan María Gutiérrez y la mayor parte de quienes formaron el grupo esclarecido que el primero reunió en torno a la Asociación de Mayo, expresaron en libros, artículos periodísticos, discursos y conferencias, lo que debía hacerse apenas fuera posible derrocar la tiranía. Cuando ésta cayó en el campo de Caseros, tocó a esos grandes hombres, orgullo de nuestro pueblo, la faena de realizar su magnífico pensamiento. Sólo uno, Echeverría, no pudo retornar al suelo amado por haber muerto en el destierro un año antes de su liberación, pero sus ideas vivían en sus discípulos y amigos, y sirvieron para la hermosa empresa colectiva.
Había que “educar al soberano”, pero ¿Cómo se haría esa educación?
Los hombres de la ilustre generación de 1937 no coincidían del todo en las soluciones. Según unos se debía instruir, comenzando por combatir el pavoroso analfabetismo. Sarmiento fue el más decidido propulsor de ese programa de educación popular. Era el criterio de las naciones que en aquella época estaban al frente de la civilización occidental. Alberdi, por el contrario, pensaba que no debía confundirse la educación con la instrucción. La instrucción, si no está adecuada a las necesidades del país, puede ser perniciosa, y juzgaba que a veces lo había sido entre nosotros. Propiciaba, por ello, la de ciencias y artes de aplicación, de cosas prácticas, de lenguas vivas, de “conocimiento de la utilidad material e inmediata”, según decía. La educación, en cambio, debía operarse por la absorción de lo europeo, porque “europeo es todo en la civilización de nuestro suelo”. Esas ideas de Alberdi tenían un propósito: salir del aislamiento receloso en que se vivía, abrir el país a la inmigración, enriquecerlo de bienes materiales y lograr por medio de ellos aquello que Rousseau llamaba la “educación de las cosas”.
Lo que posteriormente se hizo sobre el particular concilió las ideas de Alberdi con las de Sarmiento. Se difundió la instrucción pública, especialmente la primaria y se europeizó el país.
Advirtióse con posterioridad que el aluvión inmigratorio lo ponía en peligro de descaracterización y se pensó que, para evitarlo, era menester acentuar la enseñanza de lo nacional, comenzando, como es lógico, por nuestra historia. De los hijos de inmigrantes provenientes de las tierras más diversas, con idiomas distintos y costumbres dispares, había que hacer argentinos, instruirlos de una tradición que sus antepasados ignoraban y darles el sentido y el orgullo de la patria nueva.
Se enseñó entonces cuán difícil y heroica había sido la tarea de hacer el país: cómo habían germinado y triunfado las ideas esenciales de nuestro desenvolvimiento histórico –la libertad, la independencia, la democracia-; cómo habían sido llevadas por los ejércitos de la emancipación a las naciones hermanas de América; cuáles eran nuestras figuras próceres, veneradas por las sucesivas generaciones.
Sébese lo que en nuestro país se realizó desde 1852 hasta 1943. Millares de escuelas y colegios diseminados en todo el territorio de la Nación difundieron la educación popular, a la vez que las universidades lo hicieron con la cultura superior. Hacia 1923 pudo vanagloriarse un eminente hombre público, ante una conferencia internacional, de que en la Argentina hubiera muchos más maestros que soldados. Estaba en lo cierto, porque el ideal de aquel tiempo no era hacer un Estado gendarme, con intenciones imperialistas o dictatoriales, sino una nación civilizada, preparada para la paz y el progreso.
Habíanse desarrollado las ciencias y las artes. El nombre argentino no sólo se pronunciaba en el exterior para señalar la excelencia de nuestros productos agropecuarios o nuestras inmensas posibilidades económicas, sino también para distinguir la obra de nuestros sabios, pensadores y artistas, que en algunos casos alcanzaron nombradía universal.
Las academias nacionales, los museos, los centros de cultura, las empresas editoriales, las publicaciones especializadas, y en general el interés de grandes sectores del público por las altas expresiones de la ciencia y de la belleza, demostraban que no se había trabajado en vano.
Aunque mucho fue lo realizado, no llegó a ser suficiente, puesto que permitió establecer una nueva dictadura. Lo mismo había acontecido en Italia, Alemania y otros países, pero no eran iguales las causas y circunstancias. Nuestro país estaba sano, pero no inmunizado contra las ideas liberticidas. La educación no había previsto la posibilidad del virus exterminador. Y éste se introdujo en un descuido y enfermó a la nación por largos años.

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