"Perón es el único soldado que ha quemado su bandera y el único católico que ha quemado sus iglesias".

Winston Churchill

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lunes, 2 de noviembre de 2009

Medios de Propaganda y Dominación de la Dictadura Peronista: El Miedo

El miedo
Hasta aquí nos hemos referido a los medios de propaganda que utilizaba la dictadura. Ahora debemos señalar sus medios de intimidación.
En diversos lugares de este libro hacemos mención de las instrucciones que daba el dictador a efecto de anular la acción política de sus adversarios a la vez que la opinión independiente contraria al gobierno.
Las medidas que a ese respecto tomó la dictadura tendieron uniformemente a infundir el miedo en el país, a silenciarlo y paralizarlo. Procedió como los despotismos de todos los tiempos.
Repetidas veces expresó el dictador que su método preferido era el de la persuasión, y a ese fin abusó de su incontinencia verbal. Pero los hechos de su gobierno eran más elocuentes que sus discursos, conferencias, lecciones magistrales, mensajes al Parlamento, artículos periodísticos, libros de propaganda y cuanto dijo y escribió para hacer aceptar su régimen. El país se asfixiaba, y cuando no pudo resistir más se rebeló.
Entre tanto, el dictador decía a sus elementos de gobierno: “A unos se los conduce con persuasión, el ejemplo; y a otros, con la policía. Cuando sean capaces de conducir con el ejemplo, con la persuasión al 90%, y con la policía al 10% restante, estarán bien. Pero cuando sea necesario conducir al 90% con la policía y el 10% con el ejemplo, estarán mal” (12).
Los oyentes –gobernadores de provincia, intendentes y presidentes de consejos deliberantes de las comunas del interior y cuantos tenían alguna función ejecutiva- carecían en absoluto de condiciones persuasivas. Harto lo sabía el dictador. Para suplir esa incapacidad, y también se propio fracaso, optó por aumentar el miedo.
El país se sabía vigilado. Los obreros y empleados, los funcionarios de la administración pública, las autoridades de todo rango y variada importancia, los diplomáticos actuantes en el exterior, los legisladores, los jueces, los profesores y maestros, las fuerzas armadas, la policía, los partidos políticos, la prensa, los centros sociales y científicos, las agrupaciones empresarias, los sindicatos, los simples ciudadanos en sus diarios movimientos, las amas de casa dentro de sus hogares, todos, en fin, sabían que a su lado había ojos y oídos atentos, y voluntades listas para la denuncia. Bastaba ésta para sufrir sinsabores: la privación de la libertad, los apremios ilegales, los procedimientos arbitrarios contra los bienes, los atentados por elementos anónimos o demasiados conocidos, la pérdida de los medios de subsistencia, etcétera.
Por miedo, en gran parte, se votaba a favor de la dictadura, se concurría a sus actos públicos, se manifestaban adhesiones a su política, se pedía la reelección del dictador, se le rendían homenajes, se lo obsequiaba, se contribuía al sostenimiento del partido, se callaban las propias opiniones y se acataban sus órdenes en los cuerpos legislativos y tribunales de justicia.
El miedo que la dictadura quería infundir al país tenía su origen en la propia cobardía. A pesar de la apariencia, se sabía débil. De ahí que menudeara sus “demostraciones de fuerza”, tanto más abundantes cuanto mayor era el peligro en que se hallaba.
Nada podía tranquilizarla. Triunfaba holgadamente en las elecciones cuidadosamente preparadas, pero de inmediato detenía a quienes en la campaña comicial habían atacado al gobierno; para eso utilizaba la monstruosa ley sobre el desacato. Contaba con la casi totalidad de los periódicos, pero bastaba que los muy pocos independientes o de partido se le opusieran para que los castigaran con la privación de papel, con la clausura de sus imprentas y con la detención de sus redactores. Tenía sometidos a todos los dirigentes gremiales, pero si alguno era apenas díscolo o insuficientemente efectivo, se le separaba sin piedad (1).
El miedo de la dictadura, en los últimos meses de su ejercicio, llegó al extremo. Dominado por él, quiso aterrorizar.
Las cárceles y prisioneros estaban llenas de detenidos. Las torturas eran implacables, aún con mujeres. Pero la resistencia era cada vez más grande, sobre todo se produjo el absurdo conflicto con la Iglesia. De entonces fueron las señales rojas en determinados sectores de la ciudad y en los domicilios de los presuntos opositores. De entonces, también, el aislamiento de barrios enteros.
NOTAS:
(1) Recuérdese lo sucedido a varios secretarios generales de la CGT y muy particularmente a José G. Espejo, a quien la dictadura preparó una silbatina al celebrarse en la plaza de Mayo uno de sus actos habituales.

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