El juicio político contra los ministros de la Corte Suprema
El avasallamiento de la justicia comenzó, como es sabido, con el juicio político contra cinco dignísimos miembros de la Corte Suprema de la Nación.
Desde que este alto tribunal declaró en un fallo del 1º de febrero de 1946 la inconstitucionalidad de las delegaciones regionales de la Secretaría de Trabajo y Previsión, su suerte quedó sellada. La dictadura en cierne no estaba dispuesta a tolerar que ningún poder del Estado pusiera valla a sus demasías. Nada importaba que la decisión de la Corte hubiera sido tomada en defensa de las autonomías provinciales, de acuerdo con claros preceptos de la Constitución. Vio en esa sentencia el propósito de “dar el primer paso para deshacer las mejoras sociales que lograron los trabajadores” y amenazó con las consecuencias que podían aparejar decisiones judiciales de esa índole. La suposición era completamente absurda, puesto que el fallo referido no resolvió una cuestión de legislación laboral sino de simple jurisdicción, en virtud de que tales delegaciones regionales violaban el régimen federal de gobierno.
A poco de triunfar el coronel Perón en la elección del 24 de febrero de 1946 y de ocupar la primera magistratura, se dispuso el enjuiciamiento por “mal desempeño en el ejercicio de sus funciones”, de cuatro ministros de la Corte –los doctores Roberto Repetto, Antonio Sagarna, Benito A. Nazar Anchorena y Francisco Ramos Mejía- y del procurador general de la Nación, doctor Juan Álvarez. A ese efecto, los diputados de su partido recibieron orden estricta de votar sin discriminación alguna todos los argos de la acusación formulada por el presidente del bloque, Rodolfo Decker, y el Senado, constituido en tribunal, la de obstruir la defensa y condenar a los enjuiciados.
La ciudadanía libre advirtió, desde el primer instante, el gravísimo significado de ese proceso, que no sólo involucraba a cinco prestigiosos magistrados, sino al más alto tribunal de la Nación. Para los diputados del oficialismo, sus decisiones eran “Feas maniobras”, realizadas “con claro criterio de protección a las clases privilegiadas, en perjuicio de los humildes trabajadores”, y, en lo político, importaban una “traición a la patria” por haber consentido dos gobiernos de hecho: los surgidos de las revoluciones del 6 de septiembre de 1930 y del 4 de junio de 1943.
De todos es sabido que nuestro sistema de gobierno se basa en la separación de los tres poderes del Estado, cuyas facultades, limitaciones y funcionamiento establece la Constitución Nacional. Ninguno de esos tres poderes puede invadir ni cercenar las atribuciones de los restantes, y del exacto equilibrio entre ellos depende el predominio de la ley sobre el capricho y la arbitrariedad de los hombres, o sea, la libertad (1).
La Corte Suprema de Justicia ha sido durante casi una centuria de nuestra agitada vida institucional y política el poder regulador y moderador, ajeno a los intereses circunstanciales de los partidos, ceñido a la lay fundamental, cuyo espíritu interpretó siempre con admirable sabiduría. Mereció por ello el respeto de la Nación.
No se lo tuvo, en cambio, el gobernante que necesitaba sojuzgarla para someter luego al resto del país. Ese gobernante había participado en los movimientos armados de 1930 y 1943, perturbadores del orden tan difícilmente establecido después de muchos años de luchas civiles. Si el capitán de 1930 t el coronel de 1934 juzgó necesario el derrocamiento de dos gobiernos de origen, tendencias y características muy diferentes, mediante simples revueltas militares carentes de verdadera voluntad revolucionaria, es porque creyó, como la mayoría de quienes actuaron en las mismas, que para remediar las faltas que se les atribuían, bastaba con sacarlos del poder, sin cambiar nada de nuestra organización política.
Los gobiernos de facto surgidos de tales revueltas, acatados por todo el país y con fuerzas suficientes para mantener la paz y el orden, juzgaron cumplir la Constitución y mantuvieron en funciones al poder judicial. Ante esas circunstancias, la Corte Suprema reconoció los hechos consumados, sin que ello importara, como es lógico, la legitimación de tales gobiernos, ni la concesión de facultades discrecionales. Solo quería evitar males mayores, tal vez el caos, a la espera de la pronta normalización institucional (2).
Pero el militar revoltoso de 1930 y 1943, convertido en gobernante gracias al último de esos motines, temió desde el primer instante de su presidencia la repetición de tales hechos. Sus diputados calificaron de “usurpadores” a los gobiernos que él mismo había contribuido a formar, y para curarlo en salud contra cualquier posible revolución futura, atacaron a la Corte que, llegado ese caso, presumiblemente obraría de igual modo.
Antes de que tal eventualidad se presentase, era necesario prevenirse contra posibles fallos que negaran legalidad a las demasías del gobierno.
En el mensaje leído ante la asamblea legislativa del 4 de junio de 1946, dijo el flamante presidente de la nación: “Pongo el espíritu de justicia por encima del Poder Judicial, que es requisito indispensable para la prosperidad de las naciones; pero entiendo que la justicia, además de independiente, ha de ser eficaz, y que no puede ser eficaz si sus ideas y sus conceptos no marchan al compás del sentimiento público. Muchos alaban en los tribunales de justicia su sentimiento conservador, entiendo por ello que defienden lo tradicional por el solo hecho de serlo. Lo considero un error peligroso, tanto porque puede poner en opresión a la justicia con el sentimiento popular, cuanto porque a la larga produce un organismo anquilosado. La justicia, en sus doctrinas, ha de ser dinámica y no estática. De otro modo se frustran respetables anhelos populares y se entorpece el desenvolvimiento social con graves perjuicios para las clases obreras. Estas, que son naturalmente, las menos conservadoras en el sentido usual de la palabra, al ver como se les cierran los caminos del derecho, no tienen más remedio que poner su fe en los procedimientos de la violencia.”
Nos parece innecesario señalar los errores de concepto que este párrafo contiene. Demasiado sabido es que los tribunales de justicia no tienen otra función que la de aplicar a casos concretos la legislación vigente, y que el progreso de ésta deriva del Poder Legislativo que la sanciona y del Ejecutivo que la promulga. El Poder Judicial debe “conservar” esa legislación, en el sentido de no alterarla con fallos arbitrarios o con interpretaciones que la exceden o desnaturalizan. Y debe, sobre todo, “conservar” la Ley Suprema de la Nación, su Carta constitucional, ante cuyas disposiciones deben ceder todos los restantes y, desde luego, las contrapuestas corrientes de opresión por más numerosas y populares que sean.
El dictador no la entendía así y tampoco lo aceptaba su partido. Uno y otro querían una justicia al servicio de su causa, una justicia peronista. Muy claramente lo dice el “Plan de acción política 1955-56”, publicación de carácter secreto de la Secretaría de Asuntos Políticos: “La justicia puede destruir un movimiento sentando jurisprudencia contraria a la “doctrina”. Por eso, recordando aquello de que un lado de la biblioteca dice “peronismo” y el otro: “antiperonismo”, los fallos deben ser dados utilizando el lado peronista de la biblioteca” (3).
Con este criterio, contrario a toda norma institucional y jurídica, fueron enjuiciados los miembros de la Corte Suprema por haber aplicado claros preceptos constitucionales, vulnerados por extralimitaciones del Poder Ejecutivo.
Nunca se vio una intromisión más grande de la política partidaria en un juicio de esa importancia. Acusadores y jueces pertenecían a un mismo bando y como tales obraron. Los acusadores eran los diputados de la mayoría oficial; los jueces eran los senadores del mismo partido. En los actos públicos hablaban unos y otros para fustigar parejamente a los enjuiciados.
Ninguna garantía tuvieron los magistrados de la Corte de ser juzgados como Story lo creía necesario: con imparcialidad, integridad, inteligencia e independencia. “Si falta cualquiera de estas condiciones –decía el ilustre constitucionalista- el juicio es esencialmente defectuoso. Para asegurar la imparcialidad –agregaba- el tribunal debe en cierto modo estar apartado de la influencia de las pasiones populares, de la acción de las preocupaciones locales y de la más peligrosa, la del espíritu de partido. Para garantizar la integridad debe haber un profundo sentimiento del deber y de la responsabilidad ante Dios como ante los venideros.”
Story, como los demás constitucionalistas, estaba en el lado antiperonista de la biblioteca. No había por qué tenerlo en cuenta. En el lado peronista estaban el dictador y sus legisladores. Estos eran los depositarios de la verdad, la fuente de todo saber y justicia.
Las leyes de enjuiciamiento, como todas las demás, deben ser anteriores a los casos en que corresponde su aplicación. No se concibe que puedan hacerse leyes o reglamentos ad hoc con posterioridad al juicio establecido. Y sin embargo, eso es lo que el Senado de la dictadura, convertido en tribunal, dispuso para el caso de la Corte Suprema. El 19 de septiembre de 1948 la Cámara de Diputados comunicó al Senado la declaración de haber lugar a la formación de causa a cuatro ministros de la Corte y al procurador general de la Nación; el 25 comunica la composición de la comisión acusadora; el 10 de octubre el Senado sanciona el nuevo reglamento para el juicio político y el 11 se constituye en tribunal.
Con razón ha dicho uno de los magistrados acusados: “Todo cambia. El juicio con debate oral y público se transforma en un juicio escrito, en el cual el secretario leerá, en forma monótona, la acusación un día y la defensa veinte días después, ante un tribunal distraído y una barra desierta. Se hace un reglamento ex profeso para un juicio determinado, que amordaza y enmudece la defensa, tan luego cuando los acusados son la totalidad, puede decirse, de los miembros del más alto tribunal de la nación. Se teme la fuerza de la defensa y se quiere proteger la debilidad de la acusación. Se enmudece la primera para que no tenga que hablar la segunda” (4).
La Cámara de Diputados resuelve acusar “de acuerdo con lo que establece el artículo 45 de la Constitución Nacional”. Pero dicho artículo señala tres causales: mal desempeño, delito en el ejercicio de las funciones, crímenes comunes. Al votarse esa resolución no se discriminaros las que a cada uno de los acusados correspondía imputar. ¿De qué se iban a defender, por consiguiente?. La comisión acusadora quiso obviar la grave omisión de la Cámara. En su primer escrito sólo les imputa “mal desempeño de sus funciones”, en mérito del “informe de la mayoría de la comisión de juicio político, de la presentación acusatoria del señor diputado Decker y del debate de la honorable Cámara de Diputados de la nación”; en el segundo imputa a los acusados mal desempeño y delitos en el ejercicio de sus funciones y se apoya en una exposición en la que puntualiza los cargos que considera comprendidos, “expresa o virtualmente, en la denuncia y antecedentes que se tomaron por base por la Honorable Cámara de Diputados para resolver esta acusación”. Es decir, que la comisión decidía por su cuenta las causales en que se fundaría el juicio, causales que, como hemos dicho, la Cámara no había votado discriminadamente con respecto a cada uno de los acusados.
No nos detendremos en enumerar otras deficiencias de la acusación, pero debemos señalar que el segundo escrito se presentó después de la primera sesión del tribunal; es decir, fuera de término.
La defensa de los acusados puntualizó los errores y falsedades de la acusación. Demostró luminosamente cómo su reconocimiento de dos gobiernos de facto estaban de acuerdo con la doctrina universal sobre la materia a efecto de preservar la paz y el orden en la comunidad y evitar el caos que podría derivarse del ejercicio del poder sin limitaciones legales. Señaló, asimismo, la abundante jurisprudencia de la Corte consagratoria de la legislación en beneficio de la clase obrera y levantó uno por uno todos los cargos contra los acusados. Pero fue en vano. No se dejó a los defensores que leyeran sus escritos y de limitó la prueba. Uno de los defensores concretó su pensamiento con enérgicas palabras: “Los jueces son enemigos de los acusados y en este caso no hay tribunal ni hay justicia.” Era verdad.
Como debía esperarse, los dignísimos miembros de la Corte Suprema fueron condenados.
Una nueva época comenzaba para nuestro país: la época en que se negaría justicia al enemigo.
NOTAS:
(1) Hamilton dijo con acierto que “no hay libertad si el poder se juzgar no está separado de los poderes Legislativo y Ejecutivo”, y añadió que la libertad nada tiene que temer del Poder Judicial solo, pero debe temerlo todo de su unión con cualquiera de los otros poderes” (El Federalista, capítulo LXXVII). Sabias palabras, cuya verdad hizo evidente la dictadura peronista.
(2) (Nota del transcriptor) En una palabra no se puede desconocer que todas las decisiones afectan a la sociedad irreversiblemente y no se puede volver sin generar un caos el tiempo atrás. Los contratos que realizara un gobierno de facto para obras, mantenimientos, compra de útiles; decretos otorgando pensiones, jubilaciones, retiros; legislación en general, creación o retiro de impuestos, nombramientos, etc. afecta a la Nación entera y considerarlos o tenerlos por nulos trae más problemas que soluciones.
(3) Capítulo III, apartado 14, Justicia.
(4) Francisco Ramos Mejía, El juicio político a la Corte Suprema de Justicia de la Nación, página 18.
(2) (Nota del transcriptor) En una palabra no se puede desconocer que todas las decisiones afectan a la sociedad irreversiblemente y no se puede volver sin generar un caos el tiempo atrás. Los contratos que realizara un gobierno de facto para obras, mantenimientos, compra de útiles; decretos otorgando pensiones, jubilaciones, retiros; legislación en general, creación o retiro de impuestos, nombramientos, etc. afecta a la Nación entera y considerarlos o tenerlos por nulos trae más problemas que soluciones.
(3) Capítulo III, apartado 14, Justicia.
(4) Francisco Ramos Mejía, El juicio político a la Corte Suprema de Justicia de la Nación, página 18.
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