Sus antecedentes personales.
Casi se podría establecer como una ley de la historia que los dictadores y tiranos caen sobre los pueblos en sus horas de más graves conmociones y crisis. El desorden institucional, la guerra civil, la amenaza exterior, la miseria colectiva, la corrupción social, pueden en determinadas circunstancias explicar la aparición de un “hombre fuerte” que con poderes más o menos absolutos, domine a su país durante un largo período de su vida. Lo inexplicable, lo monstruoso, es que se establezca una dictadura en tiempos de paz y de prosperidad, sin causas inmediatas que la justifiquen ni antecedentes valederos que la hagan prever.
Tal es lo acontecido en la Argentina entre 1946 –o si se quiere, 1943- y 1955.
En 1943 la situación de nuestro país era, en lo económico, extraordinariamente próspera. Mientras las más grandes naciones del mundo se desangraban, destruían y empobrecían en una guerra implacable, la nuestra, neutral en la contienda y alejada de los campos de combate, se había enriquecido con la exportación no sólo de sus productos agropecuarios sino también de artículos elaborados. Había reducido sus importaciones y acumulado cuantiosas divisas extranjeras. Había ocupación plena y el costo de la vida era moderado.
En lo social, un conjunto de leyes dictadas en el curso de cuarenta años, habían mejorado considerablemente la situación de los trabajadores, y si bien es cierto que aún era posible acrecentar tales beneficios –siempre lo es en cualquier país en franca evolución-, nada impedía el progreso económico y social de los más capacitados.
En lo político la situación no era tan halagüeña. El fraude y la propensión a la antidemocracia habían burlado la voluntad de la mayoría y preparado la evolución hacia las formas totalitarias. Si se justificaba la disconformidad ciudadana con las viciosas prácticas electorales no era admisible un alzamiento armado –remedio extremo sólo legítimo en casos desesperados-, y menos todavía para propiciar un cambio en la estructura política de la Nación. Tales vicios podían desaparecer en tiempo breve, como el fraude había desaparecido treinta años antes con la sanción de la ley Sáenz Peña, y como era previsible que se debilitaran las ideas antidemocráticas si las naciones que las sostenían fueran vencidas en la guerra que ya llegaba a su fin.
En tales circunstancias se produjo la revuelta militar del 4 de junio de 1943, de entre cuyos promotores surgió el dictador.
El país lo ignoraba en absoluto. Solo se tenía noticia de él en los medios castrenses. En la Escuela Superior de Guerra, y, posteriormente, en la Escuela de Guerra Naval, había ocupado varias cátedras. Exponía con discreción nociones recogidas en ajenos libros, repetidos luego –a veces sin variar mucho los textos originales- en algunos que llevan su nombre de autos. Por algún tiempo había sido agregado militar a la embajada argentina en Chile, y poco después en Italia durante el transcurso de la última guerra.
El pueblo ignoraba por completo sus antecedentes. Cuando a mediados del 43 se difundió su nombre, algunos creyeron recordar que en la “semana trágica” de enero de 1919 había cargado sobre una comitiva de obreros huelguistas el trance de enterrar las víctimas de recientes refriegas. Otros mencionaban su actuación entre las fuerzas militares que el 6 de septiembre de 1930 se alzaron contra el presidente Hipólito Yrigoyen y le obligaron a dimitir (1) Pero en realidad, pocos estaban seguros de la veracidad de tales hechos.
Su nombre no había figurado entre los que se habían hecho públicos de los jefes y demás visibles actores de la revuelta del 4 de junio, aunque había intervenido activamente en el GOU, la logia de oficiales que derrocara al presidente Castillo.
Al constituirse el gobierno surgido de aquel movimiento, no se le había dado ningún cargo de importancia política, apenas el de jefe de la secretaría del Ministerio de Guerra, cuyo titular era el general Farrell, su amigo y compañero en una guarnición de Mendoza.
No tardó en saberse, sin embargo, que tras de las principales figuras de ese gobierno movíase un coronel de influencia decisiva en la resolución de muchos asuntos. Su nombre comenzó a circular desde entonces por muchas partes. Nadie sospecho, empero, que ese nombre –Juan Domingo Perón- obsesionaría poco después a todo el país, inquietaría a los vecinos y preocuparía a los restantes de América. Y que se vincularía para siempre a uno de los períodos más discutidos de nuestra historia institucional y política.
En 1943 era cauteloso, por temor acaso o tal vez por prudencia. Conocía perfectamente las escasas condiciones políticas de la mayoría del nuevo equipo gobernante; lo sabía sin otra orientación que la dada por el espíritu de cuerpo, el nacionalismo agresivo y la confianza ilimitada en el poder germánico. A su tiempo sería reemplazado. Entretanto, érale preciso mantenerse en el puesto que le había asignado, aunque fuera de segundo plano, para saltar al primero oportunamente.
Tenía trazado un plan. El motín militar del 4 de junio había cumplido su propósito con solo evitar el posible cambio de nuestra política internacional. La proclama de los revolucionarios no mencionaba ningún fin de carácter social y económico, pero a mediados del siguiente julio el coronel, hasta entonces silencioso, afirmó que lo tenía, porque sin contenido social la revolución sería “totalmente intrascendente” (2).
En base a ellos, solicitó al presidente provisional, general Ramírez, le confiara el antiguo Departamento Nacional de Trabajo, repartición de importancia escasa cuya dirección no ambicionaba ningún político de categoría.
El pedido debió sorprender a la gente de gobierno que no había pensado ni deseaba nada de eso, y que en todo caso no creía posible realizar cambio alguno fundamental desde el inoperante Departamento. Se lo dieron. A poco de nombrarlo, propuso la transformación del mismo en un organismo que denominó Secretaria de Trabajo y Previsión, a la que se dio categoría de ministerio. Comenzó a ejecutar entonces el proyectado plan de “atraer” al pueblo, enunciado en el documento que se declaró apócrifo. Ya llegaría el momento de hacerlo “obedecer” (3)
NOTAS:
(1) La actuación del entonces capitán Perón en esos sucesos figura narrada detalladamente por él mismo en las “Memorias sobre la revolución del 6 de septiembre de 1930”, del general José María Sarobe. (Buenos Aires 1957.)
(2) En el libelo que Perón publicó en el extranjero después de su caída, ha dicho por el contrario, que la revolución del 4 de junio no tuvo contenido político, económico ni social, y que provocó el caos (capítulo II).
(3) Conocida es la carta atribuida a Perón, uno de cuyos párrafos dice: “Los trabajadores argentinos nacieron animales de rebaño y como tales morirán. Para gobernarlos basta darles comida, trabajo y leyes para rebaño que los mantengan en brete”. Recuerda esta opinión a la siguiente que el conde Ciano atribuyó a Mussolini: “Al pueblo italiano hay que tenerlo sujeto desde la mañana hasta la noche y darle palos, palos y palos”. Y también a esta otra: “para hacer grande a un pueblo hay que conducirlo aunque sea a puntapiés en el trasero”.
(2) En el libelo que Perón publicó en el extranjero después de su caída, ha dicho por el contrario, que la revolución del 4 de junio no tuvo contenido político, económico ni social, y que provocó el caos (capítulo II).
(3) Conocida es la carta atribuida a Perón, uno de cuyos párrafos dice: “Los trabajadores argentinos nacieron animales de rebaño y como tales morirán. Para gobernarlos basta darles comida, trabajo y leyes para rebaño que los mantengan en brete”. Recuerda esta opinión a la siguiente que el conde Ciano atribuyó a Mussolini: “Al pueblo italiano hay que tenerlo sujeto desde la mañana hasta la noche y darle palos, palos y palos”. Y también a esta otra: “para hacer grande a un pueblo hay que conducirlo aunque sea a puntapiés en el trasero”.
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